Hay algo que me asombra desde que llegué a Yucatán: El azul. Se enuncia en el cielo, en las playas y en los manglares.
Camino al cenote de Xocempich, me voy abriendo paso entre la densa selva yucateca, ambiente misterioso custodiado por el árbol de chaká, el roble y el jabín. Y más adelante, una enorme ceiba, cumpliendo su promesa de ser el árbol sagrado donde el mundo terrenal y divino se unen, guarda orgullosa el acceso a esta azulada piscina cristalina de agua dulce.
Ahí lo reconocí de nuevo. Este color azul que desafía cualquier descripción previa, un matiz que no había visto antes.